La peor parte de marcharse son
las despedidas. Y la peor parte de las despedidas es cuando no es posible
despedirse o la despedida es un poco escueta. Desde los diez años más o menos
fue cuando empece a llorar al decir adiós.
La primera vez que recuerdo
llorar por una despedida fue un verano. Ver que mis amigos se iban y que
tardaría un año en volver a verles. Pero las despedidas se comienzan a
complicar cuando creces; cuando al fin te das cuentas que de que una despedida
puede ser definitiva por una u otra razón.
Es algo que me puede; es lo
mismo que sepa que en el futuro próximo vaya a suceder algo asombroso. Da
completamente igual que en septiembre les vuelva a ver, o que en otoño esté por
las fabulosas calles de Londres viviendo nuevas experiencias y conociendo gente
nueva.
Porque en el fondo de mi, sé que
es algo que no volverá. Sé que de alguna manera ya no volveré a ser la misma;
gracias a lo que he vivido y con quien lo he compartido he crecido, he
aprendido y ahora puede que me conozca un poco más.
En
definitiva, lo que importa es compartir el camino; y aunque decir adiós duela,
siempre quedan esos recuerdos en la memoria. Momentos y cotilleos perdidos en
el pasillo, fiestas improvisadas, cenas caseras, meteduras de pata y sobretodo
el sentimiento de la amistad. Por lo que decir adiós es decir gracias; gracias
por compartir esos momentos conmigo y espero que los recordemos siempre.
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